martes, 9 de junio de 2009

La diferencia entre saber algo y llevarlo en el corazón.

No es lo mismo. Parece, pero no lo es.

Ya los antiguos hacían una diferencia entre saber algo y “conocerlo”. De hecho, la palabra conocer tiene un significado muy particular en la Biblia y no es precisamente el de aumentar el acervo de conocimientos.

Y aunque yo sea el que está escribiendo estas palabras en este momento, seguramente voy a describir una experiencia compartida sino con muchos, sí con más de uno: la de “conocer” algo a nivel profundo, más allá de las palabras.

Las palabras son un muy mal mecanismo de comunicación profundo y preciso. Con frecuencia requieren de muchos parches y aclaraciones para entender lo que finalmente querían expresar. Pero el que no tenga uno palabras para expresar algo no significa que no lo conozca profundamente.

De hecho, las cosas más profundas de la vida son ciertamente inexpresables.

El punto es que con cierta frecuencia me sucede, y esta es la experiencia compartida, que me embarga un sentimiento acerca de la certidumbre o la comprensión de cierta idea que ya llevaba en mi mente por cierto tiempo.

Y es que acabo de tener este tipo de “aha” con una idea, pero antes de decirle cuál, déjeme contarle una historia.

En la última ocasión en que mi familia y yo fuimos a esquiar, mi esposa me animó con cierta vehemencia a intentar algo nuevo: subir hasta la cumbre de la montaña, en dónde ya no existen pistas marcadas ni personal de ayuda. En estos parajes estás bajo tu propio riesgo y nadie se hace responsable más que tú de lo que te pueda ocurrir. Por supuesto, los que operan la montaña te avisan que este terreno sólo es apto para expertos.

Yo no soy un experto. No me avergüenzo de aceptar que me la pasé posponiendo la dichosa subida a la cumbre lo más que pude. Hasta que fue inevitable la subida en cuestión.

Esa mañana nos dirigimos muy entusiastas hacia nuestra aventura (y no era precisamente entusiasmo lo que yo sentía). Íbamos mi esposa, mi hijo Alex y yo. Un camión de esos que andan en la nieve nos iba a llevar hasta la ansiada cumbre. Yo ya había preguntado al conductor que si me podía regresar con él, en caso de dar marcha atrás a mi temeraria aventura, a lo que contestó que por supuesto que sí. Esto hizo nacer el entusiasmo en mi.

Más tranquilo, nos subimos realmente encantados al camioncito. Ahora sí era una aventura, de esas que no tienen riesgo. Finalmente, si no me gustaba, me regresaba y ya. Iba a tener que soportar las burlas de mi esposa y de Alex, pero eso no amenazaba mi vida.

En verdad la subida en el camión fue algo extraordinario, excitante a más no poder. Los paisajes que se iban revelando ante nuestros ojos eran de una belleza imposible de transmitir a otros que no la estuvieran viendo. Yo quería contar la magnificencia de la naturaleza que estábamos disfrutando, pero sabía que nadie que no hubiera estado conmigo, podría ser capaz de entender de lo que hablaba.

Saqué la cámara del bolsillo y al hacer la primera toma me di cuenta de que ese método también resultaba insuficiente para compartir mi asombro.

Continuamos subiendo hasta la cumbre, nerviosos y expectantes ante la idea soberbia de estar a solas con la montaña. Recuerdo haber pensado en una frase que escuché en una película: “Sólo sabes de que eres capaz y quien eres cuando te enfrentas a Dios en el desierto, en la montaña o atravesando los océanos”. Al fin que yo ya sabía como regresar, de la misma forma que estaba subiendo, en tractor. Y conforme más subía, mas determinado estaba de continuar sentado.

Había ido mejorando como esquiador progresivamente, desde la primera vez que lo hice, pero a estas alturas me sentía muy cómodo esquiando en las pistas de dificultad intermedia. Realmente cómodo y no deseaba abandonar esa comodidad. Sin duda, bajar desde la cumbre por terrenos o pistas desconocidas o salvajemente naturales era equivalente a cambiar un cómodo colchón nuevo por una cama de clavos.

Pero, maldito sea el principio de prueba social. Verá, créame que no peco de valiente ni temerario. El caso es que no estábamos solos en el camión. Y, ¿qué?, preguntará usted y con toda la razón. Pues nada, que al bajarse todos yo no pude hacer más que seguirles en su comportamiento e imitar lo mejor que podía lo que estaban haciendo (el mono hace lo que el mono ve). Ellos se bajaron así que yo también lo hice sin pensar. Cuando me di cuenta ya estaba en el frio suelo de la cumbre de la montaña, ciertamente extasiado de lo impresionante del paisaje.

Como es obvio suponer, en lo más alto de la montaña, hace más frío que en la base y creo que fue esos lo que me congeló la lengua, pues me quedé mudo viendo como el tractor se alejaba de nosotros, iniciando el descenso sin mí, dejándome a los designios de la diosa fortuna. Tenía que calmar el latido de mi corazón antes de que este causara una avalancha, pues estaba seguro que era tan fuerte que todos los demás lo podían escuchar.

El punto es que ahora ya no tenía otra forma de bajar más que esquiando (o en camilla). Me encomendé a Dios y decidí que ante lo inevitable, lo mejor era relajarme y gozarlo. ¿El fin de la historia? Grité, maldije, me quejé de mi suerte y me cai varias veces, todas en blandito. Pero lo hice y llegué sano y salvo a la base. El mismo que había subido hora y media antes estaba de regreso y cantando en la base.

Un momento, ¿dije el mismo? Ni por causalidad era ya el mismo, porque me había atrevido a salir de mi zona de confort. Ese mismo día volví a subir a la punta de la montaña y en ocasiones posteriores he subido cada vez que he tenido oportunidad. En una de ellas me perdí por más de una hora en el bosque por tomar el camino equivocado, pero esa es otra lección

¿Cuál puede ser la moraleja de mi historia? Verá, yo creo que esta moraleja no representa nada nuevo o que no haya escuchado antes, pero recordándola es que me llegó mi momento de comprensión profunda.
Entendí sin un asomo de duda que necesito arriesgar para seguir creciendo, que necesito salir de mi zona de confort para evolucionar al siguiente nivel de mi existencia. No importa qué tan sensacional resulta lo que está viviendo en este momento, lo mejor está todavía por descubrirse, si es que se atreve a arriesgar.

Los paisajes más bellos y la esquiada más extraordinaria la experimenté en esa subida, lo que me hace pensar que el riesgo sólo puede llevarte a un lugar mejor, mucho mejor.

Si ya está en crisis, de ninguna manera es momento de portarse conservadoramente. Es el momento preciso de arriesgar.

Busque sentirse incómodo en lo que sea, porque esa incomodidad solo puede llevarle a la aventura más grande de su vida: usted.

Siéntase cómodo sintiéndose incómodo.

“Quien no arriesga, no gana”, dicho anónimo popular.

Piense en ello,

Francisco Cáceres Senn